Advierto a todos que escribo bajo un estado de ánimo muy particular y que introduciré un editorial de tono autobiográfico: me robaron el celular y las llaves de mi casa en el colectivo cuando iba a trabajar, y por lo tanto, estoy no solo enojada (conmigo misma -pues no pretendo ir a la dimensión moral del asunto- por haberme distraído medio segundo mirando a un bebé que lleva una señora, apretujada en ese medio de transporte inhumano) sino que también estoy preguntándome qué clase de vida tenemos en las megalopolis, o como quiera que se llamen estos hormigueros concéntricos en los que vivimos hacinados pero solos, ocupados pero aburridos, apurados pero sin nada importante que hacer en verdad... en donde siempre nos separan 40 minutos del destino-objetivo, donde siempre nos espera un semáforo, la parada bruzca y el bocinazo. Cuando no el punguista o algo mucho peor. "¡Menos mal que no te hicieron nada!" Sí, claro... menos mal...
Por alguna razón nos amontonamos en las grandes urbes, al menos desde que la Edad Media colapsó irremediablemente: en la ciudad están los mercados, hay mas consumo y por eso más trabajo y mas recursos de todo tipo también. Más escuelas, más hospitales, más teatros, más gimnasios, más bibliotecas. También hay más ruido, más crimen, más contaminación...
Es como que necesitamos de la tecnología para simular una calidad de vida que no tenemos. ¿El ritmo de la ciudad es adictivo? ¿No podemos dejarlo aunque lo odiemos? ¿Hasta dónde seguirán creciendo estas ciudades infernales en donde somos un triste número anónimo perdido en la marea humana de almas que sueñan estar en donde no están?